Dr. Franklin Alvarez Nació en Puerto Plata, República Dominicana. Es Doctor en Medicina graduado en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC), con estudio de postgrado en Neurología en el Hospital Salvador B. Gautier y Hospital General Centro Médico Nacional La Raza, México, D. F. Anciano desde hace más de una década, maestro de la Palabra y predicador del Evangelio. Articulista de la revista cristiana Sendas de Luz y colaborador del periódico El Faro.

La Gracia

Por: Franklin Álvarez

“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz, para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos 5: 1, 2).

“Estas cuatro cosas –ser justificados, tener paz, estar en la gracia, y esperar la gloria –son consideradas como verdades fundamentales del cristianismo, necesarias para la feliz comunión como santos, y para el crecimiento en la vida divina. Andrew Miller.

En el Antiguo Testamento se utilizan tres palabras hebreas para expresar el concepto de “gracia”:

A) Jen , del verbo janán, que significa: mostrarse misericordioso, amable, generoso, propenso a dispensar favores. Jen, pues, significa “gracia” en el sentido de “favor hecho por benevolencia”. Este es el significado que tiene, por ejemplo, en Génesis 6:8: “Pero Noé halló gracia ante los ojos de Jehová”.

B) Jesed. Esta palabra significa “gracia” en sus aspectos conectados con la Redención. Así la hallamos en Ex. 20:6: “y hago misericordia a millares…”

C) Ratsón, que significa “contentamiento, aceptación, buena voluntad”. Así lo encontramos en Is. 60: 10: “Y extranjeros edificarán tus muros, y sus reyes te servirán; porque en mi ira te castigué, más en mi buena voluntad tendré de ti misericordia”.

Pero, como dice E.F. Kevan (1903-65), el concepto ventero testamentario de gracia no se obtiene adecuadamente con el mero análisis del lenguaje, pues se revela a través de la acción. Vamos, entonces, a ver en la vida de algunos destacados personajes del Antiguo Testamento, la manifestación de la misma.

Cuando Adán y Eva, en desobediencia franca a lo que Dios les había dicho que no comiesen del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que de él comieren, ciertamente iban a morir (Gn 2:17), y habiendo sido seducidos por Satanás comieron del mismo, inmediatamente cayó sobre ellos, lo que Jehová en su justicia había determinado: la muerte. Fue una manifestación de Su gobierno: el Dios justo no podía pasar por alto el pecado. Cuando el hombre se dio cuenta del resultado de su desobediencia y ve por primera vez en su vida que está desnudo, tiene miedo y se esconde. Más adelante vemos a Dios buscando al hombre. “Más Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú?” (Gn 3:9). Como comenta C.H. MacKintosh: “La pregunta demuestra dos cosas: primeramente, que el hombre se había perdido, y luego, que Dios había decidido buscarle. Demostró el pecado del hombre y, al mismo tiempo, la gracia divina… El hombre se había perdido, pero Dios había bajado a buscarle para sacarle de ese escondite entre los árboles del jardín, a fin de que la confianza gozosa de una nueva fe pudiera hallar otro refugio más seguro en Dios mismo. Esta es la gracia”.

Los ángeles hasta entonces habían conocido el gobierno de Dios. Cuando un grupo de ellos encabezado por Satanás decidieron enfrentar al Dios Todopoderoso, recibieron la justa retribución debida a su insolencia. Era el castigo merecido por enfrentar al Único y Sabio Dios, el único que tiene inmortalidad, quien habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén (1 Tim. 6:16). Ningún ángel se atrevió jamás a cuestionar ese justo proceder. Verdaderamente, ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo! (Heb. 10:31). Lo que ellos no conocían era la gracia de Dios, ya que esta vino a manifestarse por primera vez con el hombre pecador.

Crear al hombre del polvo, fue sin duda un hecho portentoso, una obra de poder; pero buscar al hombre en su estado de perdición y salvarlo es una obra de gracia. A partir de ahí vemos a lo largo y ancho de toda la Biblia, la manifestación de la gracia de Dios. De ahí que podamos afirmar, que la Biblia es en mucho la historia del despliegue de gracia de Dios.

Cuando el hombre se hizo consciente de su pecado y se dio cuenta de que estaba desnudo trató de enmendar su condición haciéndose delantales de hojas de higuera. Pero este abrigo era totalmente inadecuado para satisfacer su conciencia. Este acto infructuoso, no era más que el inicio de la religión, entendida como un esfuerzo de parte del hombre para presentarse delante de la Divinidad. En vista de lo inadecuado de este vestido, Jehová en su gracia, “hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió” (Gn. 3:21). Éste fue el remedio de parte de Dios, el único que podía hacerlo en su infinita sabiduría, para quitar el obstáculo que impedía al hombre aproximarse a Él. Estas pieles, frutos de animales inocentes que tuvieron que ser sacrificados, es imagen de lo que Jesús hizo por los pecadores en la cruz cuando murió por un mundo lleno de pecado (2 Cor. 5:21). ¡La salvación es de Jehová!

Por vez primera vemos en la tierra la manifestación justa del gobierno de Dios enfrentando duramente al pecado y al pecador (Gn. 3:14-19). Simultáneamente vemos relucir su gracia salvadora: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (vs. 15). Aquí tenemos el llamado proto-evangelio o “primer evangelio”, el anuncio de una prolongada lucha, un antagonismo perpetuo, con heridas de ambos lados y la victoria final de la simiente de la mujer, o sea, de Jesucristo.

Noé y la gracia.

“Pero Noé halló gracia ante los ojos de Jehová” (Gn 6:8). Para ese entonces ya se habían unido los descendientes de Caín (“los hijos de los hombres”) con los descendientes de Set (heb. Sustitución, ya que su madre dijo: “Porque Dios me ha sustituido otro hijo en lugar de Abel, a quien mató Caín”).Esto ocasionó con el tiempo un estado de maldad de tal magnitud que “se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón” (Gn. 6:6). Al contemplar al hombre en su estado desastroso, Jehová sufrió una tristeza tal que le hirió en el corazón. Era duro ver la trágica devastación que había producido el pecado en la humanidad. La obra de sus manos estaba estropeada y arruinada. Es interesante observar la actuación sabia de Dios: por un lado el proceder justo de su gobierno (“Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo; pues me arrepiento de haberlos hecho” (vs. 7); por el otro, su mano de amor mostrando su gracia (“Pero Noé halló gracia (heb. Jen; bondad, favor) ante los ojos de Jehová”). No hay mérito alguno de parte del hombre, todo procede de Dios. No es por obra, para que nadie se gloríe (Ef. 2:9). En este pasaje, como en toda la Biblia, Él es quien toma la iniciativa y consuma el hecho, ya que no depende de quién quiere ni de quien corre, sino de Dios que tiene misericordia (Ro. 9:16). Jehová es quien idea el único medio de salvación: el arca, y quien le da todas las especificaciones sobre su construcción incluyendo los materiales que la componen y el alimento para su sustento, y finalmente es quien cierra la puerta.

Abraham y la gracia.

Luego del juicio de Dios en Babel, cuando sus orgullosos habitantes contrariando Sus designios decidieron construir una ciudad y una torre, cuya cúspide llegase al cielo, y se hicieron un nombre, para el caso de que Jehová decidiera esparcirlos sobre la faz de toda la tierra, pudiesen identificarse (Gn 11:4), vemos surgir uno de los hombres más sobresaliente de la Biblia: Abraham.

El juicio del gobierno de Dios contra aquellos pecadores no se dejó esperar. Dice el relato del libro de Génesis: “Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos éstos tienen un solo lenguaje; y han comenzado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así lo esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad” (Gn. 11: 6-8). Más adelante vemos la manifestación de su gracia. “Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gn. 12:1-3).

Esto es lo que se llama una promesa incondicional. Todo depende de Dios, nada del hombre. Él es quien toma la iniciativa: “Jehová había dicho”. Dice Warren W. Wiersbe: “La salvación viene porque Dios en su gracia llama y los pecadores responden por fe (Ef. 2:8, 9; 2 Tes. 2:13, 14). Abraham fue llamado para que saliera de la idolatría (Jos. 24:2) cuando vivía en Ur de los Caldeos (Gn 11:28, 31; Neh 9:7), una ciudad dedicada a Nanna, el dios lunar. Abraham no conocía al Dios verdadero, y no había hecho nada que le hiciera merecer conocerlo, pero Dios en su gracia lo llamó. “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros” (Jn 15:16) (Wiersbe. W. W.: Seamos obedientes: Abraham, Grand Rapids, Portavoz, 1998, p. 12).

El único mérito que tuvo Abraham, y por lo que se le conoce como “el padre de la fe”, fue obedecerle a Dios. No todo lo que se narra de la conducta de Abraham es encomiable, pero aquí hay un acto de obediencia en fe que le aseguró el título de “amigo de Dios”, o sea alguien que demuestra lealtad a Dios (Stg. 2:23).

Jacob y la gracia.

Estando Jacob en Peniel, presa del miedo, mientras se prepara para venir al encuentro de su hermano Esaú ocurre una experiencia que lo marca para toda la vida. A pesar de que Jehová le había revelado a Rebeca, su madre, antes de que naciese, que “el mayor serviría al menor” (Gn. 25:23). Ni ella ni Jacob, le creyeron a Dios. Por tal motivo, en el momento en que su padre Isaac se dispone a impartir la bendición al primogénito idean una treta engañosa, que aunque resultó, no quedó sin recibir el justo castigo del gobierno divino: Jacob tuvo que huir de la casa y así vivió errante durante muchos años y Rebeca nunca volvió a ver a su amado hijo.

Jacob había vivido apoyado en su astucia y ahora se estaba preparando confiando en ella. El libro de Génesis relata el encuentro de Jacob de la siguiente manera: “Así se quedó Jacob solo; y luchó con él un varón hasta que rayaba el alba” (Gn 32:24). Como nos advierte F.B. Meyer: “¡Recuerde que fue el extraño el que comenzó la lucha…! A veces se cita este pasaje como ejemplo de la insistencia de Jacob en la oración. No hay tal. No que Jacob quisiera conseguir algo de Dios, sino que él –el Ángel de Jehová- tenía una controversia con este hijo suyo engañoso y lleno de doblez. Quería quebrantar su autosuficiencia para siempre, para dar lugar al desarrollo del Israel que yacía paralizado y sepultado dentro de él”.

“Cuando el varón vio que no podía con él, tocó en el sitio del encaje de su muslo, y se descoyuntó el muslo de Jacob mientras con él luchaba” (vs. 25). Cuando Dios se propone bendecir un alma, toca aquello que le capacita para oponérsele. Ante este toque, se encoge y se consume, y le deja una cojera permanente hasta el final de su vida.

“Y dijo: Déjame, porque raya el alba. Y Jacob le respondió: No te dejaré, si no me bendices. Y el varón le dijo: ¿Cuál es tu nombre? Y él respondió Jacob. Y el varón le dijo: No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido. Entonces Jacob le preguntó, y dijo: Declárame ahora tu nombre. Y el varón respondió: ¿Por qué me preguntas por mi nombre? Y lo bendijo allí” (vs. 26-29).

Esa lucha trazó una línea divisoria en la vida de Jacob. De ahí en adelante, hay un antes y un después. Hubo un cambio de nombre, y en la Biblia recibir un nuevo nombre significa tener un nuevo comienzo. Se llamaba Jacob (“el que toma por el calcañar, o el que suplanta”), ahora es Israel (“príncipe con Dios”). En el pasado había confiado en sus propias fuerzas, ahora cojo y desvalido tiene necesariamente que depender de la gracia de Dios.

David y la gracia.

David había cometido un grave pecado. Estando en el terrado de la casa real, al caer la tarde, vio a una mujer que se bañaba, la cual era muy hermosa. Su nombre: Betsabé hija de Eliam, quien era mujer de Urías heteo. Seducido por su belleza, la tomó y durmió con ella. Andando el tiempo, ella le informa que estaba encinta. David comienza a idear la manera de esconder el pecado y finalmente determina deshacerse de Urías exponiéndolo en lo más recio de la batalla contra los amonitas con la finalidad de que muriese, como efectivamente ocurrió. Dice el relato bíblico: “Y saliendo luego los de la ciudad, pelearon contra Joab, y cayeron algunos del ejército de los siervos de David; y murió también Urías heteo” (2 S. 11:17).

Luego ocurre la visita del profeta Natán, a quien Jehová envió en lugar suyo. Él inicia su comparecencia relatando una pequeña historia, cuyo final fue tan dramático, que David encendido de gran furor declaró: “Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte. Y debe pagar la cordera con cuatro tantos, porque hizo tal cosa, y no tuvo misericordia” (2 S. 12:5,6). Natán aprovechó la oportunidad para espetarle: “Tú eres aquel hombre” (vs. 7).

Acto seguido vemos la manifestación del gobierno de Dios (vs. 10-12). Dios permitió que cuatro hijos de David fueran heridos: el hijo de la mujer de Urías; su primogénito Amnón; el bello Absalón, y por último, el hermoso Adonías, y que sus mujeres fueran tomadas de él y violadas en público (2 S. 16:22). Pero a la par, vemos la manifestación de su gracia. David confiesa su pecado: “Pequé contra Jehová”. Y Natán le dice: “También Jehová a remitido tu pecado; no morirás” (vs. 14).

Esta experiencia fue descrita muy sentidamente en uno de sus salmos: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño” (Sal. 32:1,2). Estas palabras son citadas por el apóstol Pablo para referirse a la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia aparte de obras (Ro. 4:6-8). Comenta William Newell (1865-1956): “El perdón significa más que la mera remisión del castigo. Aún un juez de corazón insensible puede eximir de la multa a un hombre, si hay otro que pague por él. Pero en el perdón va involucrado el corazón del perdonador; el perdón de Dios en el desbordamiento de la infinita ternura de Dios hacia el objeto de Su misericordia; es Dios quien cobija en Su seno al pecador, como fue cobijado el hijo pródigo cuando volvió, ¡Vaya si no es bienaventurado el tal!” (Newell, W. R.: Romanos: versículo por versículo, Grand Rapids, Editorial Portavoz, 1949, p. 107).

Aquí la gracia de Dios se destaca como el sol que sale reluciente tras el paso de la tormenta devastadora. La gracia que va al encuentro de aquel culpable que se reconoce digno de la pena de muerte debido a la magnitud de su pecado, pero que luego de la confesión, su culpa le es quitada del todo. ¡Esa es la inefable gracia de Dios!

La gracia en el Nuevo Testamento.

El Nuevo Testamento usa siempre el término “caris” para referirse a la “gracia”. En su uso más típico, nos encontramos con el sentido de “favor”, con el mismo significado que el hebreo “jen”, y expresa una actitud favorable, soberanamente libre, totalmente gratuita de Dios hacia los hombres.

El Señor Jesucristo y la gracia.

El evangelista Juan dice: “Pues, la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Jn. 1:17). Aquí vemos dos conceptos colocados uno frente al otro (ley y gracia) y dos nombres (Moisés y Jesucristo). Sabemos que la ley es obra de Dios y como tal es a la verdad santa, justa y buena (Ro. 7:12). Moisés fue quien recibió la ley y se constituyó en el vehículo a través del cual ella llegó al pueblo de Israel; pero la ley no perfeccionó nada (Heb. 7:19a). Jesucristo es el mediador de “un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas” (Heb. 8:6). Como afirma el apóstol Pedro: “ésta es la verdadera gracia de Dios, en la cual estáis” (1 P. 5:12b). Pedro les dice a esos hermanos, muchos de ellos perseguidos duramente y que se pudiesen estar preguntando si habían hecho bien con abrazar el cristianismo, que no tenían motivo de duda, habían encontrado la verdad de Dios, y, por lo tanto, debían mantenerse firme en ella.

El escritor del libro de los Hebreos se refiere a la ley como “sombra de los bienes venideros” (Heb. 10:1). Él contrasta ésta con Cristo y su nuevo orden que es la realidad perfecta a la que apuntaban las ordenanzas primitivas. “Los bienes venideros” (ver 9:11) incluyen el sacrificio irrepetible de Cristo y su ministerio sumo sacerdotal actual, que llevan con ellos redención eterna y libre acceso a la adoración del Dios viviente. En vista de lo insatisfactorio por su imperfección del sistema anterior, es que el autor dice: “Sacrificio y ofrenda no quisiste; más me preparaste cuerpo. Holocausto y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí” (vs. 5-7). Esta es una cita del Salmo 40:6-8, de la autoría de David y en él se profetiza la encarnación de nuestro Señor y su sacrificio en la cruz. Porque como lo presentara Juan el Bautista, él sí es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1:29).

Jesucristo es la culminación de la revelación de Dios y la plenitud de la gracia redentora. El mismo autor de la epístola a los Hebreos dice: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, hecho tanto superior a los ángeles cuanto heredó más excelente nombre que ellos” (Heb. 1:1-4).

En el tiempo pasado Dios habló a los hombres de muchas maneras. Les hablaba por medio de los profetas, de promesas, visiones, sueños voces, ángeles, juicios, advertencias. Pero en esta dispensación tenemos la manifestación de Él mismo. Todo lo que Cristo hizo fue manifestación de Dios. ¿Quién podía sanar a un leproso sino sólo Dios? ¿Quién podía resucitar a un muerto sino sólo Dios? ¿Quién podía perdonar pecados sino sólo Dios? Decía John Nelson Darby: “No sólo somos traídos ahora a Dios, sino a Dios manifestándose a Sí mismo, a Dios manifestado en carne. Cristo vino declarando al Padre… ¡Qué maravilloso lugar tenemos en Cristo, teniéndole a Él como la revelación de Dios para nosotros!”. Él fue quien afirmó: “Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras” (Jn 14:11). El conocido escritor León Morris dice: “Creer que Él está en el Padre, y el Padre en Él es parte de la fe por la que uno se compromete con Cristo. Si Cristo no mora en el Padre, y viceversa, es casi imposible que haya un compromiso pleno”.

Su muerte en la cruz por nuestros pecados, su sepultura y su resurrección victoriosa de la tumba, es el cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres Adán y Eva, de la hecha a Abraham, de la hecha a Jacob, a David y la base y culminación de su gracia salvadora. “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres” (Tito 2:11). Aquí “la gracia de Dios”, como dice William MacDonald, es virtualmente sinónimo del Hijo de Dios. La gracia de Dios se ha manifestado en la visita del Señor Jesús a nuestro mundo, y de manera especial cuando se dio a Sí mismo por nuestros pecados.

En la cruz, por un lado vemos el gobierno de Dios juzgando el pecado, muy particularmente en las tres últimas horas, cuando Jesucristo cargando con nuestras culpas desamparado por su Padre exclama a gran voz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mt. 27:46), por el otro lado, vemos su gracia redentora dispuesta a ampararme a mí vil pecador. John Newton (1725-1807), un antiguo esclavista inglés, que se destacó por su crueldad y abyección, una vez convertido escribió en 1772 un himno que ha sido amado por generaciones de redimidos:

“Sublime gracia del Señor, que a mí pecador salvó.
Fui ciego más hoy veo yo, perdido y Él me halló.
Su gracia me enseñó a temer, mis dudas ahuyentó,
¡Oh, cuán precioso fue a mi ser, cuando Él me transformó!
En los peligros o aflicción, que yo he tenido aquí,
Su gracia siempre me libró, y me guiará feliz.
Y cuando en Sión por siglos mil, brillando esté cual sol,
Yo cantaré por siempre allí, Su amor que me salvó.»